El curso pasado fue pródigo en evaluaciones externas de nuestro sistema escolar. Organismos internacionales, nacionales y otras instituciones tuvieron a bien evaluar y reflejar en sus correspondientes informes la situación actual de nuestro sistema educativo. Los medios de comunicación dieron cumplida cobertura de las diferentes conclusiones haciendo más hincapié en los aspectos considerados negativos que en los positivos. Diversas fuentes apuntan, con acierto, que los resultados de estas evaluaciones frecuentemente han sido un instrumento más de uso político que pedagógico, siendo utilizados para justificar reformas y argumentar posturas interesadas. Ahora bien, ¿qué nos ha quedado de todo aquello?. Poco o nada.
Lo mismo pasa con las evaluaciones internas que realizan muchos centros educativos. El uso de encuestas, valoraciones, sistemas de calidad y tantos otros instrumentos diferentes tienen cada vez más una mayor aplicación en el día a día de los centros y se obtienen resultados que, muchas veces, no superan los límites del cajón de la mesa del despacho del director. Muchos centros deberían saber que tener un buen conocimiento de su realidad, por si sólo, no genera ninguna mejora.
Y, a menudo, con los alumnos nos pasa lo mismo. Los evaluamos, los definimos con un número y poca cosa más. Les decimos a ellos, y a sus padres, que han sacado tal o cual nota y poco más aparte de unos cuantos estereotipados consejos. Las evaluaciones académicas acostumbran a dejar fuera de sus mediciones aspectos difíciles de observar, y medir, para poder reflejarlos en los resultados de los alumnos como su desarrollo personal y social, sus valores, así como sus relaciones interpersonales. Por todo ello, y por más, evaluar, ¿para qué?.
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