Vivimos en una sociedad que hace gala de la solidaridad como uno de sus valores estrella. Difícilmente encontraremos una persona que se reconozca como insolidaria y, evidentemente, ningún político dirá que no lo es.
Pero me temo que la reflexión profunda sobre el tema nos puede deparar unas conclusiones difíciles de verbalizar. ¿Realmente somos solidarios?. ¿La sociedad que construímos día a día es solidaria de verdad, o sólo lo parece?. Las sociedades avanzadas disponen incluso de mecanismos preestablecidos que se ponen en marcha ante una catástrofe en cualquier parte del planeta, así ante un tsunami o un terremoto se activan los procedimientos estándard para enviar equipos humanos y recursos materiales y económicos de forma inmediata a las zonas afectadas. A continuación, se despliegan campañas de recaudación para que la gente pueda hacer sus aportaciones individuales. La respuesta acostumbra a ser positiva y exitosa lo cual nos induce a pensar que somos una sociedad solidaria. Y éso es bueno.
Me gustaría rememorar ahora la cartelera de un centro docente cuando, hace ya muchos años, trabajaba los valores humanos, entre ellos el de la solidaridad. El tema de esa cartelera se titulaba “La solidaridad del agüelo” y en los dibujos que la componían se veía un hombre mayor con su nieto. ¿Qué es la solidaridad, agüelo? pregunta el niño. La solidaridad es dejarle la goma de borrar al de la mesa de al lado, le responde su abuelo. He de confesar que, muchos años después, aún me sigue impactando la sencillez con que define el concepto solidaridad. Me gusta, y mucho, porque acostumbramos a llenarnos la boca de grandes conceptos e ideas etéreas y lejanas, pero cuando aterrizamos en lo concreto, en lo visible, entonces actuamos de forma contraria.
Es muy fácil ser solidario con los negros del Africa, o las víctimas del terremoto de Guatemala o los supervivientes del tsunami asiático pero qué difícil es serlo con el pobre con el que nos cruzamos cada día en la calle, o cómo nos disgusta ver a ese grupo de inmigrantes pobremente vestidos en la plaza de nuestro barrio y ya no digo nada del compañero de clase que tiene dificultades de aprendizaje y siempre nos pide ayuda a la hora de hacer los deberes. Solidarios sí, pero a distancia. Aquí las distancias cortas son malas pues la miseria, las desgracias, cuanto más lejos mejor y si puede ser por la tele mientras cenamos entonces es lo ideal. El concepto de solidaridad deviene así un ente abstracto que no impregna nuestra vida cotidiana, es algo que está allá, lejos, fuera de nosotros, de nuestro círculo más inmediato. Cuando se materializa en nuestro entorno entonces nos incomoda, nos hastía, nos cansa, nos despreocupamos de ello y recurrimos a la sordina de nuestra conciencia social y nos decimos, y repetimos, que para estos casos ya están los Servicios Sociales del Ayuntamiento, que si no trabaja es porque no quiere porque quien quiere bien que encuentra, que si es tonto yo no tengo la culpa y vaya a clases de refuerzo pero que a mí me deje en paz de una vez que yo sí que estudio, que no cuesta nada ir vestido decentemente y no con esas ropas que desmerecen el entorno de la zona comercial y que ya está bien que cada vez que paso por esta calle me tenga que acercar su mano pidiendo una limosna por caridad. ¡Ya está bien, hombre!.
La conclusión es que lo que está en alza es un falso valor de solidaridad a distancia pero que en realidad no somos una sociedad más solidaria ahora que antes, al contrario. En cuanto le vemos la cara a lo que nos incomoda nos encerramos en nosotros mismos y autojustificamos nuestra forma de actuar para seguir disfrutando de una conciencia más o menos limpia que nos permita vivir nuestro día a día con un mínimo de dignidad.
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