Lavarse las manos antes de salir del lavabo es, aparte de una buena medida de higiene, un acto socialmente recomendable. No es extraño ver caras de reprobación hacia aquel que sale de los servicios sin haberse lavado las manos previamente. Pero, desgraciadamente, como muchas otras convenciones sociales la mayoría de gente sólo las cumplen cuando se sienten observados u obligados y pocas veces las realizan por convencimiento. Les propongo que hagan la siguiente prueba: quédense diez minutos, y con la puerta cerrada, en un reservado de un urinario público no masificado como puede ser un supermercado, una biblioteca o un cine y agudizen su oído para captar cuántas veces oyen el grifo del agua después de que algún usuario, que creyendo estar solo, haya orinado a escasos metros de usted. Después salga del reservado y quédese otros diez minutos pululando haciendo ver que está orinando o lavándose las manos y comprobará cómo el número de personas que se lavan las manos crece exponencialmente. Una vez realizada esta experiencia entenderán por qué siempre se ha recomendado no comer los cacahuetes salados que ponen en la barra algunos bares para que la gente vaya picando mientras consume su bebida. Muchas veces, demasiadas, las personas humanas actuamos por obligación y no por convencimiento.
Pero hay otra forma de lavarse las manos y es la que evidenció Poncio Pilatos. Lavarse las manos es no querer saber nada de un asunto, inhibirse o renunciar a ello. En el día a día de nuestros centros escolares comprobamos cómo algunos padres de alumnos se lavan las manos en lo concerniente a la educación y formación de sus hijos. Los centros asisten, impotentes, a un número cada vez más creciente de padres que se consideran tan y tan ocupados que son incapaces de encontrar una mínimo hueco en su agenda, personal y profesional, para poder hablar con el tutor de su hijo o ir a recoger las notas del correspondiente trimestre escolar. Algunos, incluso, ni tan sólo tienen tiempo para hacerlo telefónicamente de tan ocupados que dicen estar.
Lavarse las manos es pensar que ganar mucho dinero permitirá satisfacer las necesidades materiales de los hijos y que con éso es suficiente para contribuir a su educación y formación. Lavarse las manos nos lleva a los niños-llave, que padecen su soledad en un hogar vacío y del cual sólo tienen la llave que les abre la puerta a la inexistente relación familiar, o a los niños-estrés que alargan su jornada fuera de casa encadenando actividades para igualar los horarios de sus padres.
Lavarse las manos es llevar años y años hablando de conciliar los horarios laborales y escolares y haber conseguido que, como siempre, haya un clamor popular para que los centros docentes se adapten a los horarios de las empresas y que cada vez más el mundo educativo vaya perdiendo fuelle respecto a la sociedad. Y ésto sucede en este país nuestro que es uno donde los trabajadores pasan más horas en su puesto de trabajo pero que también es uno de los menos productivos de esta Europa a la que nos queremos parecer. Quizás como sociedad nos deberíamos exigir trabajar menos, es decir, estar menos tiempo en el trabajo y hacer más faena, es decir, producir más y mejor. Todo lo que no sea ir por este camino nos llevará, una y otra vez, a lavarnos las manos como sociedad. Las continuaremos teniendo muy limpias y no nos las habremos ensuciado, más o menos como hasta ahora.